En abril de 1986, los dirigentes soviéticos que acudieron a la llamada por el accidente de la central nuclear de Chernóbil fueron incapaces de ver que la explosión del reactor era infinitamente más grave de lo que creían. Los ingenieros nucleares lúcidos avisaron del peligro pero les censuraron por cuestionar al alto mando, que seguía empeñado en minimizar el desastre y prohibir a la población que saliera de ahí. Cegados por el fanatismo de su ideología totalizadora, los líderes comunistas ignoraron la evidencia de piezas de grafito del reactor alrededor del edificio y desestimaron las lecturas de los dosímetros durante las primeras horas del accidente. Fueron incapaces de leer la realidad de los hechos. No concebían lo que estaba pasando. Pero la realidad siempre acaba imponiéndose y los operadores se quedaron allí (porque negaban la realidad) murieron por radiación. Las consecuencias del accidente de Chernóbil son bien conocidas.
Cuando la verdad ofende, mentimos hasta que no recordamos la verdad. Pero sigue ahí. Cada mentira que contamos es una deuda con la verdad. Más tarde o más temprano, hay que pagarla. Y así explota el núcleo de un reactor RBMK. Por las mentiras.
Chernobyl, 2019
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